
Para empezar a hablar de Sevilla, creo conveniente comenzar con la historia de uno de sus Reyes.
Al-Mutamid era más poeta que estratega, creo que eso influyó un poco en quedarse sin reino. Las letras hacen que se fije uno más en las rimas y versos que en lo que ocurre alrededor. Durante su reinado convirtió a Sevilla en la capital cultural de su época.
Su reinado duró entre 1069-1090, Al-Mutamid fue depuesto por el emir almorávide y desterrado a África, donde murió en Agmat. El lugar es un miserable poblado de adobe a los pies del Atlas, en un entorno desolador. Parece como si el destino de poeta de Al-Mutamid se hubiera impuesto, truncándolo con cruel violencia, sobre el que le correspondía como príncipe. Pues fue aquí donde la siempre misteriosa fuente de la creatividad humana alumbró alguno de los mejores versos de la poesía hispano-árabe, escritos desde la plenitud de la desposesión, entre el miedo y la pobreza, la prisión y la nostalgia. Unos versos que cantan la hondura del encuentro del poeta consigo mismo,
"en la noche azulada,
las estrellas,
que no le lanzaron suerte,
le lloran con lágrimas que serán el rocío de la mañana"
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Antes de nosotros, pasaron reyes que
fueron tan famosos como el sol que
brilla en el horizonte.
El rey Almutamid era aficionado a largos paseos al ocaso por la orilla del río Guadalquivir en los que solía ir acompañado de su amigo y consejero Ben Amar (del que una vez escribió Al-Mutamid “Nuestro compañero amado combatió con ojos, espada y lanza/ A veces caza mujeres, bellas gacelas; a veces hombres, valientes leones”). En estas ocasiones de ocio a Almutamid le gustaba mucho caminar despacio y detenerse de trecho en trecho para conversar y, cómo no, para jugar a improvisar versos y a completar estrofas y rimas, pues sabía que tenía cierta ventaja sobre su amigo, a quien no se le daba tan bien improvisar poemas. Pero el rey insistía. Cierta tarde, a Almutamid le llamó la atención el bello efecto que producía la luz del sol de poniente sobre el agua del río, en un lugar llamado la pradera de plata, que parecía una cota de malla trenzada con hilos de oro, rizada por la brisa. Almutamid no se resistió a versificar el tema y propuso estos versos
La brisa ha hecho del agua una cota de mallas.
Según la costumbre Ibn 'Ammar debía continuar el poema, en el mismo metro y con idéntica rima, pero en aquel momento no le llegó la inspiración, escuchándose una voz femenina que recitó:
¡Mejor cota no se haya como la congele el frío!
Sorprendido Al-Mutamid se volvió hacia la mujer, que según una de las versiones estaba lavando en el río, (otras escondida entre los juncos) y se encontró con un rostro bellísimo que le enamoró; le preguntó quién era y si estaba casada, y la muchacha contestó que era Rumaykiyya, que su oficio era ocuparse de las acémilas de su amo Rumayk ibn al-Haÿÿâÿ y que era soltera. Al-Mu'tamid se la llevó a su palacio y la desposó.
Rumaykiyya se convertiría en la única esposa legítima del harén de rey, con el título de as-Sayyida al-Kubrà, o gran señora y con el nombre de Umm Rabî' Itimad, de cuyas letras formaría Al-Mutamid su propio nombre real.
El amor entre la pareja duró durante toda la vida de ambos. Al-Mutamid olvida su personalidad dominante y se vuelve sumiso ante el amor femenino, como perfecto enamorado cortés. El mismo se lo dice a Itimad:
Me dominas, objetivo difícil de alcanzar:
has encontrado que mi amor, es fácil de llevar.
Y Rumaykiyya (Itimad) supo someter el corazón de su amante, mostrándose unas veces esquiva y otras veces entregada, en un juego que permitió que persistiese la llama juvenil. Así Al-Mutamid se queja de su desvío en este bello poema:
El corazón persiste y no cesa;
la pasión es grande y no se oculta;
las lágrimas corren como las gotas de lluvia,
el cuerpo se agosta con su color amarillo;
y esto sucede cuando la que amo, a mí me está unida:
¿Qué sería, si de mí se apartase?
Cuenta la leyenda que un día, Itimad dando muestras de melancolía, tenía ganas de pisar el barro como cuando fabricaba ladrillos y tejas para el mercader Romaicq Al-Mutamid llenó el patio del Alcázar con barro perfumado con todas las fragancias y especias que pudo encontrar en su reino.
Lo cierto es que estuvo con él hasta el destierro a Agmat , era también la hora de Itimad de dar pruebas de amor hacia su marido, quien en tantas ocasiones la había hecho tan feliz. Y así lo acompañó en el destierro sin pensarlo dos veces. De nuevo volvió a vivir en la miseria como cuando era la Romayquía de Triana, y para ganarse la vida, mientras su marido estaba en prisión, hilaba y tejía sin descanso. Ahora sabía que en el amor había que estar a las duras y a las maduras, y que la fortuna era aun más caprichosa que ella misma.